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sábado, 19 de febrero de 2011

Fremont y Herman

   La casa de Herman se encontraba en el centro de la ciudad. Bajo las escaleras y salió a la calle con el móvil en la mano, portando una amplia sonrisa. Quizás no lo notaba pero aquellos mensajes le alegraban el día. Sus amigos lo esperaban para ir a entrenar, al aproximarse a ellos le dijeron: -¡a ver cuándo nos dices quien te hace sonreír así¡- Bajo la cabeza y no dijo nada, guardo con diligencia el teléfono en el bolsillo y partieron hacia el gimnasio.
   - Nenos yo me marcho a casa que estoy muy cansado- dijo uno de sus amigos. Cada uno marchó en una dirección, pero a Herman lo estaban esperando cerca de su casa.
   Fremont lo vio llegar con la mochila sobre el hombro derecho, se quitó los cascos del mp3 y lo admiró como quién se queda anonadado ante un gran acantilado, un paisaje infinito que te envuelve y no te evade.
   -¡Qué tal en el gimnasio?
   -Bien, estuve con estos e hicimos lo de siempre, ¿y tu?
   -Aquí esperando para verte.
  -Ya sabes que no me gusta mucho que vengas por aquí que pueden verte mis padres o los vecinos…- Herman abrió la puerta y se sentaron en el único sillón que adornaba el portal. Era una estancia rectangular donde el ascensor se colocaba en el lado opuesto a la puesta, entre ellos un gran espejo, un sillón y una pequeña planta de plástico.
   Fremont se sentó a su vera apoyando su mano sobre la rodilla de su amigo, el cual lo miró. Herman se inclinó hacia él, cerró los ojos y sentía como una hermosa fragancia recorría cada uno de sus poros. Él delicado pétalo de una rosa, de un rojo tan intenso como una puesta de sol, acarició sus labios y reprimió sus ganas de llorar...